Ángel González

ME BASTA ASÍ

Si yo fuese Dios 
y tuviese el secreto, 
haría un ser exacto a ti; 
lo probaría 
(a la manera de los panaderos 
cuando prueban el pan, es decir: 
con la boca), 
y si ese sabor fuese 
igual al tuyo, o sea 
tu mismo olor, y tu manera 
de sonreír, 
y de guardar silencio, 
y de estrechar mi mano estrictamente, 
y de besarnos sin hacernos daño 
—de esto sí estoy seguro: pongo 
tanta atención cuando te beso—; 
                                entonces,

si yo fuese Dios, 
podría repetirte y repetirte, 
siempre la misma y siempre diferente, 
sin cansarme jamás del juego idéntico, 
sin desdeñar tampoco la que fuiste 
por la que ibas a ser dentro de nada; 
ya no sé si me explico, pero quiero 
aclarar que si yo fuese 
Dios, haría 
lo posible por ser Ángel González 
para quererte tal como te quiero, 
para aguardar con calma 
a que te crees tú misma cada día 
a que sorprendas todas las mañanas 
la luz recién nacida con tu propia 
luz, y corras 
la cortina impalpable que separa 
el sueño de la vida, 
resucitándome con tu palabra, 
Lázaro alegre, 
yo, 
mojado todavía 
de sombras y pereza, 
sorprendido y absorto 
en la contemplación de todo aquello 
que, en unión de mí mismo, 
recuperas y salvas, mueves, dejas 
abandonado cuando —luego— callas… 
(Escucho tu silencio. 
                    Oigo 
constelaciones: existes. 
                        Creo en ti. 
                                    Eres. 
                                          Me basta).


El asturiano Ángel González publicó en 1986 uno de sus célebres poemas de amor, que nunca te cansas de leer o que todo poeta hubiese querido escribir. En él, el yo poético declara su amor absoluto a la amada.

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